El tratado de Tours (1444). Epílogo de la guerra de los Cien Años y prólogo de la guerra de las Rosas
A los habituales del blog les resultarán conocidos los conflictos bélicos que, aunque no se denominaron así en su momento, han pasado a la historia con los nombres de guerra de los Cien Años (1337-1453) y guerra de las Rosas (1455-1485). Solo con ver las fechas en que uno y otro evento se desarrollaron resulta evidente que ambos casi se solaparon en el tiempo y que el final del primero coincidió casi con el inicio del segundo. Pero la relación entre las dos guerras va más allá de la temporal y hay un acontecimiento que explica esa relación y que supone el nexo de unión entre ellas: el tratado de Tours, firmado el 22 de mayo de 1444.
Después de la apabullante victoria inglesa sobre Francia en la batalla de Agincourt en 1415, se había firmado en 1419 el tratado de Troyes por el que se acordaba el matrimonio de Enrique V de Inglaterra con la hija del rey francés, Catalina de Valois y se reconocía al monarca inglés como heredero de la corona francesa. La pareja tuvo un hijo en 1421 (el futuro Enrique VI) y todo pintaba de color de rosa para los ingleses. Pero Enrique V falleció en 1422.
Su imprevista muerte supuso un punto de inflexión en el conflicto. El nuevo rey inglés no era más que un niño y, entre luchas internas por el poder en Inglaterra y en las posesiones inglesas en el continente, surgieron en Francia figuras como el rey Carlos VII, que estaba dispuesto a reconquistar todo su reino, y Juana de Arco, la doncella guerrera de Orléans. Los franceses empezaron a dar la vuelta a un conflicto en el que frecuentemente habían salido malparados.
Cuando Enrique VI alcanzó la mayoría de edad y se hizo cargo del gobierno, demostró que no había heredado las cualidades guerreras de su padre. No deseaba tomar parte en la guerra ni tampoco destinar los fondos necesarios para sostener al ejército inglés en el continente. Para tratar de buscar una solución pacífica y una salida airosa para los ingleses, se puso en manos de uno de sus hombres de confianza, William de la Pole, conde de Suffolk (en la imagen).
Tras muchas negociaciones, De la Pole comunicó que había firmado con Francia un acuerdo de paz, el tratado de Tours. La parte que se hizo pública declaraba que se había concertado el matrimonio de Enrique VI con Margarita de Anjou. En aras de la paz, los ingleses podían perdonar que la novia viniera sin una gran dote debajo del brazo, a pesar de ser sobrina del rey de Francia y de que su padre exhibiera los impresionantes pero vacíos títulos de rey de Nápoles y Sicilia e incluso que esgrimiera un supuesto derecho al trono de Jerusalén.
Pero el tratado incluía una cláusula que el conde de Suffolk no hizo pública inicialmente, pero que no tardó en ser conocida. Eso fue lo que los ingleses no perdonaron a De la Pole, que cediera de un plumazo al rey francés los inmensos territorios de Anjou y Maine que tanta sangre habían derramado para conservar y desde los cuales el enemigo se sirvió como lanzadera para reconquistar Normandía y Bretaña.
De nada sirvieron las protestas del marqués de Suffolk (el rey le había otorgado ese título por sus servicios) sobre la imposibilidad de ganar una guerra que su rey no quería librar y para la que no disponía de fondos. De la Pole cayó en desgracia y se le llamó a rendir cuentas en el Parlamento. Muchos de sus indignados miembros exigieron su cabeza, pero el rey medió y fue condenado al exilio. Cuando cruzaba el Canal de la Mancha camino de este, su barco fue asaltado con precisión militar sin que la tripulación opusiera resistencia, De la Pole fue apresado y ejecutado por los asaltantes como traidor. Su cuerpo descabezado apareció en la playa de Dover el 2 de mayo de 1450.
Las localidades de la costa este inglesa se llenaron de fugitivos procedentes de Francia que habían perdido todo. Las aguas del canal eran libremente recorridas por barcos franceses y castellanos que saqueaban por igual barcos y pueblos ingleses. Se produjo una rebelión popular que prendió en Kent y que lideraba un tal Jack Cade. Los rebeldes se dirigieron hacia Londres y amenazaron con tomar la ciudad.
En ese momento regresó desde Irlanda, donde el rey le había enviado, un personaje clave en los acontecimientos que estaban por venir. Su nombre era Ricardo Plantagenet, duque de York. La revuelta fue dominada y York solicitó al Parlamento que se le nombrara cabeza del Consejo Real en sustitución de su enemigo el duque de Somerset y que se le reconociese como heredero al trono. El Parlamento denegó ambas peticiones y el duque de York se retiró a sus posesiones en el norte.
Pero el germen del conflicto estaba ya plantado. Y ese germen no era otro que Ricardo Plantagenet se consideraba con mejor derecho al trono que Enrique VI. Y cuando este cayó bajo una enfermedad mental que le incapacitaba para gobernar, Ricardo (que inicialmente no tenía intención de disputarle el trono, sino de ser designado su heredero) dio el paso adelante y reclamó la corona para sí. De esta forma, las consecuencias de la firma del tratado de Tours de 1444, que supuso el canto del cisne de la guerra de los Cien Años, fueron la chispa de la que surgió la guerra de las Rosas.
Pero, ¿por qué Ricardo de York se consideraba con mejor derecho al trono que Enrique VI? Normalmente en mis entradas apuntaba por encima los motivos del origen de la guerra de las Rosas para centrarme en el tema objeto del artículo. Pero como han surgido muchas preguntas sobre las causas de esta guerra, e incluso sobre el motivo por el que se le conoce con el nombre de de las Rosas, hoy voy a explicar en detalle esas causas. Inicio la exposición con un árbol genealógico que puede ayudar a seguirla.
Empecemos. Para aclararnos bien en la maraña dinástica de la que germinó la lucha entre los York y los Lancaster tenemos que situarnos en el año 1377, cuando muere el rey Eduardo III. Su primogénito Eduardo el Príncipe Negro había muerto un año antes, por lo que le sucedió el hijo de este, Ricardo II. Pero en 1399 Ricardo (que no tenía hijos) fue depuesto por su primo Enrique IV, hijo de Juan de Gante, duque de Lancaster, tercer vástago de Eduardo III. A este habían sucedido su hijo Enrique V, y el hijo de este, Enrique VI. Es decir que el monarca reinante y todos sus descendientes, si los había en el futuro, procedían del tercer hijo de Eduardo III, el duque de Lancaster.
Pero Ricardo Plantagenet, duque de York, descendía de Eduardo III por una doble vía. Su madre, Anne Mortimer, era descendiente de su segundo hijo, Lionel de Amberes; y su padre, Ricardo de Conisburgh, era descendiente de su cuarto hijo, Edmundo de Langley, duque de York.
Como la descendencia del primer hijo de Eduardo III se había extinguido al morir sin hijos Ricardo II, el duque de York estaba convencido de que como descendiente de tanto el segundo como el cuarto hijo del viejo rey, su rama familiar de York tenía mejor derecho al trono que la rama de Lancaster que representaba Enrique VI. Siempre negó las historias que afirmaban que su padre no era en realidad hijo de Edmundo de Langley, sino que había sido fruto de una relación adúltera mantenida por la esposa de Edmundo, Isabel de Castilla.
Esta causa, cuya explicación espero no haya resultado demasiado farragosa, es la que está en el origen de la guerra de las Rosas. En cuanto al nombre del conflicto viene de los emblemas que supuestamente usaban los bandos contendientes para identificarse: una rosa roja los Lancaster y una rosa blanca los York. En realidad esta identificación es posterior. La rosa blanca era uno de los muchos emblemas usados por los York y la roja la empezaron a usar los Lancaster casi al final del conflicto (hacia 1480). En su tiempo se conoció como la guerra de los Primos. El nombre guerra de las Rosas es bastantes posterior.
Fuente| Matthew Lewis. The Wars of the Roses. The Key Players in the Struggle for Supremacy
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