El asesinato del zar Pablo I.


Pablo I era hijo del zar Pedro III y de su esposa la princesa de origen prusiano Sophie Friederike Auguste von Anhalt-Zerbst, aunque siempre le acompañaron los rumores (difundidos por su propia madre) que ponían en duda la paternidad del zar y se la atribuían al conde Serguei Saltikov. En 1762, cuando Pablo solo tenía siete años, Sophie hizo asesinar a su marido y ocupó su lugar en el trono, en un reinado que duraría treinta y cuatro años y por el que ha pasado a la Historia con el nombre de Catalina La Grande. La narración del asesinato de su esposo y la subida al trono y reinado de Catalina daría para más de una entrada del blog, pero hoy no es el tema que nos ocupa.
Catalina mantuvo al joven Pablo lejos de la corte de San Petersburgo, y tras un periplo por Europa junto con su segunda esposa María Sofía de Württemberg, el matrimonio se instaló en Gatchina. Allí Pablo pudo dedicarse de pleno a los desfiles y a los uniformes militares que tanto le habían deslumbrado en su visita a Prusia, convirtiéndose en ferviente admirador de la disciplina militar prusiana.
Con el tiempo Pablo se fue obsesionando cada vez más con la posibilidad de que su madre (con la que siempre mantuvo grandes desavenencias) ordenara su asesinato. Estos temores se fueron acentuando a medida que le llegaban noticias de que Catalina tenía la intención de apartar a Pablo de la sucesión al trono y de nombrar heredero al primogénito de este, el gran duque Alejandro. Catalina desconfiaba del carácter crecientemente inestable de su hijo.
Sin embargo, antes de que pudiera llevar a cabo sus planes, Catalina falleció el 6 de noviembre de 1796 y Pablo fue coronado como zar el día 17 del mismo mes. Desde el principio de su reinado los actos de Pablo se dirigieron a restaurar la memoria de su padre (al que hizo enterrar junto a su madre) y a apartar de la corte a los principales asesores de Catalina. Además, en materia de política exterior las decisiones de Pablo I fueron erráticas, destrozando buena parte de los resultados conseguidos por su madre y sembrando cada vez mayores dudas sobre su estado mental. También dictó normas para endurecer las costumbres en el ejército y reducir sus privilegios a fin de que en este se aplicara la disciplina y obsesión por la uniformidad prusianas que tanto le agradaban.
A todo lo anterior se sumó una política legislativa en la que se mezclaron normas destinadas a impedir que sus súbditos se contaminaran con las ideas de la Revolución francesa (prohibiendo la importación de libros y periódicos extranjeros y los viajes de los rusos al exterior) con otras leyes destinadas a limitar los poderes y las riquezas de los grandes nobles y terratenientes del país y a favorecer a los campesinos.
Un último elemento significativo de las iniciativas legislativas de Pablo I, que también puede interpretarse como una venganza hacia la intención de su madre de apartarlo de la línea sucesoria en favor de su hijo, fueron las conocidas como leyes paulinas, que establecían la obligación de que el zar fuese sucedido en el trono por su hijo mayor. Estas leyes mantuvieron su vigencia hasta el fin del reinado de Nicolás II, último zar de la dinastía Romanov, en 1917 tras el triunfo de la revolución bolchevique.
Así las cosas, era cuestión de tiempo que los nobles y militares rusos tramaran una conspiración para derrocar a Pablo I y poner fin a sus crecientes ataques de ira y desvaríos y a su política errática y desfavorable para sus intereses. Al parecer, la lista de conspiradores sumaba más de cincuenta nombres, tal era el descontento en la nobleza y el ejército con el gobierno del zar. La puesta en práctica del complot se retrasó por la enfermedad y posterior fallecimiento de uno de los cortesanos más cercanos a Catalina la Grande, el militar de origen español José de Ribas (ver la entrada dedicada a él en el blog).
El zar era consciente de que su vida corría peligro y que podía acabar sus días de la misma forma en que lo había hecho su padre Pedro III. Durante el mes de febrero de 1801 sus sospechas se dirigieron hacia el gobernador general de San Petersburgo, el conde Alexander von Pahlen, al que llegó a interrogar. Aunque este le convenció de que no era partícipe de ningún complot, el rey seguía sospechando que algo se tramaba y ordenó el arresto domiciliario en palacio de sus hijos, incluido el gran duque Alejandro.
Esto hizo que los conspiradores aceleraran sus planes y el día 23 de marzo de 1801, cuando el zar y sus hijos se habían retirado a sus aposentos después de la cena, los conspiradores entraron en el castillo de San Miguel, a las órdenes de von Pahlen y del general Leo Bennigsen. Mientras el primero se dirigía a las estancias del gran duque, Bennigsen lideró un grupo de siete hombres hacia la habitación del zar. Tras eliminar a los dos guardias que custodiaban la puerta de la estancia, penetraron en esta y descubrieron que la cama  del zar estaba vacía. Inicialmente pensaron que la presa había escapado, pero notaron que la cama estaba todavía caliente y descubrieron a Pablo I oculto tras una cortina.
Posteriormente los conspiradores contaron que únicamente pretendían que el zar firmara un decreto de abdicación en favor de su hijo y que no era su intención matarlo, pero que ante su resistencia uno de ellos le hirió con su espada y que posteriormente fue estrangulado. Sea cual fuese su intención, el caso es que los peores temores del zar Pablo I se hicieron realidad y acabó sus días asesinado por sus propios súbditos. Su hijo Alejandro I negó siempre todo conocimiento del complot contra su padre y los conspiradores sostuvieron que solo pretendían que abdicara, pero los remordimientos y el sentimiento de culpa acompañarían al nuevo zar Alejandro I durante todo su reinado.

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